martes, 27 de febrero de 2007

Valera es un pueblo que se empeña en ser ciudad cosmopolita. Pero a pesar de sus esfuerzos, sigue teniendo ese olor y color que le dio su origen de cruce de caminos y puerta hacia los Andes venezolanos, donde propios y extraños se hacen uno, construyendo esta urbe.
Como muchos aquí, llegué proveniente de otra tierra, trayendo mis costumbres y mi realidad, pero esta tierra que Doña Mercedes Díaz donó para que se erigiera en capital comercial de Trujillo, tiene la particularidad de recibir a todos por igual, ofreciendo las oportunidades y convirtiendo una estadía de paso, en una residencia permanente.
Esta población, donde todo se comercia, metida entre siete colinas como la Roma de Rómulo y Remo (aunque de esas ya sólo queden cinco y media), empuja su progreso a empellones. La anarquía es su característica, y aunque no puedo decir que sea fea, tampoco es lo que, por vanidosa, quisiera ser.
Recorrer sus calles es un suplicio. Parece que todo el mundo vive aquí y todos tienen carro. Apenas si llegan a 200 mil sus habitantes, pero cuando salimos a vivirla, nos multiplicamos por dos, porque quienes no habitamos en ella, pasamos la mayor parte de nuestro día padeciéndola (tal es mi caso).
La columna vertebral que sostiene este cuerpo, la configura la avenida Bolívar. Si te llegas a perder sólo tienes que volver a ella y de nuevo tendrás claro el mapa de la ciudad. Sus más de cinco kilómetros la atraviesan de punta a punta. De norte a sur. Se ufana de ser un boulevard, pero nadie lo respeta. Tres canales de subida y tres de bajada. Pero realmente son sólo dos, el tercero lo ocupan los carros parados, porque si algo no tiene Valera, es donde estacionar.
Veo esta comarca como una mujer. Tiene partes agradables que muestra, y otras no tanto, que desearía esconder, pero que igual salen a la vista de todos. Las maquilla, las disimula, pero ahí están. Eso que no queremos ver de ella está en su propio corazón. El centro de la ciudad. Una especie de mercado persa donde todos gritan su mejor oferta. Aquí se desenvuelve la vida de esta comunidad: El cotilleo en la plaza Bolívar, ubicada frente al edificio municipal y el teatro donde estuvo Libertad Lamarque y que por ella lleva su nombre (pero que ahora es solo un mercadillo), repleta de desempleados, borrachines, los infaltables locos de pueblo y alguno que otro predicador de fe; pero también de niños que juegan con las palomas o se detienen a observar el paso lento de la pereza que vive en uno de sus árboles o a las ardillas, que con miedo bajan a recibir cotufas de las inocentes manos. Las aceras, ya no son para los peatones, las ocupan sin ningún prejuicio o control, los vendedores informales. Ropa, verduras, frutas, comida, cualquier abalorio consigue espacio, menos la gente, que se agobia con el ruido y el calor.
Al salir del centro, si nos vamos al sur, encontramos una ciudad distinta. Atrás quedó la zona comercial y entras a lo que si nos gusta que vean. A ese pueblo que se diseña como metrópoli. Bonitas urbanizaciones -donde vive la alta sociedad valerana o la clase media que intenta ser société, aunque para ello viva de deudas en su tarjeta de crédito-, el único parque de la ciudad, un gran centro comercial, que se transformó desde que apareció, en el sitio de distracción de sus pobladores. Con él llegó el cine moderno, porque antes, sólo nos conformábamos con la sala del colegio salesiano. ¡Y de eso hace apenas cinco años!. Todavía recuerdo las cucarachas y ratones, que de vez en cuando se paseaban por los pies en medio de la escena más importante de la película.
Edificios construyéndose por todos lados, nos hablan del crecimiento, pero también nos recuerdan que no hay suficientes servicios. El agua es ya un problema, la recolección de basura también, no dejo de preguntarme qué haremos con mil familias más.
Cae la noche. Surge otra Valera. Ya no hay ruidos ni caos en sus calles. Si acaso la Bolívar mantiene el movimiento. Otros personajes son los protagonistas. Ya no hay niños en la plaza, ahora son las prostitutas las que juegan su juego de amor. Una nueva avenida toma fuerza: la 6. En las esquinas, cada dos o tres cuadras, jóvenes muchachos queriendo ser como esa mujer que es la tierra donde viven, muestran su mejor cara y venden su cuerpo trampeado, cumpliendo sórdidos deseos de muchos hombres, que menos valientes y auténticos que ellos, se valen de la oscuridad para comprar cariño.
A esta hora también sale la violencia. Aunque durante el día también se nos presenta, pero es con esta cómplice negra, con quien se siente más segura para actuar y poder llenar así los titulares del día siguiente en los diarios locales.
Valera, Valerá…frase que se reatribuye al Libertador Simón Bolívar cuando la visitó. Aún esperamos que se cumpla. Definitivamente, esta es una ciudad de contrastes.